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jueves, diciembre 09, 2010

El sueño de Juana

Juana había pasado todo aquel sábado haciendo lo que más le gustaba hacer:leer. Había invertido el tiempo recorriendo líneas frenéticamente con sus ojos y su imaginación, adentrándose en todos aquellos mundos fantásticos y personajes ficticios que se hacían reales en su mente.

Cuando se fue a la cama, le costó conciliar el sueño ya que estaba muy inquieta por seguir leyendo y saber cómo se iban a suceder los acontecimientos e imaginaba distintos desenlaces posiblemente más atractivos que los originales.

Al quedarse dormida, contempló en sueños que se encontraba en un país lejano, en una ciudad distinta a la suya. Subió los pocos peldaños de las escaleras que conducían a la entrada principal de una gran mansión de estilo victoriano que allí había. Al cruzar el umbral de la puerta pudo descubrir que aquel edificio se trataba en realidad de una grandiosa y fabulosa biblioteca. Había enormes estanterías que se elevaban hacia una gran cúpula. Era tal el tamaño de todo aquello que había escaleras de caracol que conducían a las distintas alturas.

Juana, empujada por su espíritu aventurero, se dispuso enseguida a recorrer las alturas y mantenerse ajena a los peligros de aquellas tablas viejas que pisaba. Comenzó entonces a leer, a su manera frenética y leyó y leyó hasta perder la noción del tiempo. Su corazón latía fuerte con cada giro argumental y se inquietaba más y más con la tensión que muchos autores introducían en sus historias.

Juana disfrutaba sosteniendo aquellos libros de encuadernación antigua, y disfrutando aquel olor maravilloso que desprendían. Pasó tanto tiempo ensimismada en la lectura que no percibió la presencia de ciertas personas que le observaban en la sala.

Se trataba de cuatro personajes que parecían extraídos de los libros: un señor inglés con cierta prisa por culminar un viaje alrededor del mundo; un extraño ser con apariencia infantil que declaraba ser el portador del anillo; una mujer vestida con una gran letra “A” bordada en su camisola; y una niñera cantarina con un extraño bolso del que podía sacar cualquier cosa.

Cuando Juana divisó desde las alturas aquel extravagante grupo de personajes se asustó en primera instancia. Después cayó en la cuenta de que se trataba de personajes que reconocía de los libros que había leído en esa biblioteca única.

Siguió leyendo y leyendo y nuevos personajes iban haciendo acto de presencia en la sala. Cuando pasó un tiempo Juana estaba muy emocionada, pero también muy cansada y se desanimó un poco al saber que le quedaban cientos, miles de libros por leer en aquella biblioteca antes de ver aparecer a todos los personajes que tenían que aparecer. Pensó que era el momento de hablar con aquella gente para saber qué estaba pasando allí.

Un inspector inglés que fumaba en pipa le explicó que efectivamente, eran los personajes de los libros que leía. Y que ella era la única en ese tiempo que leía queriendo leer, que era Juana la única lectora capaz de entender y dar sentido a las historias de los autores. Un hombre de hojalata le dijo también que no podría despertar de su sueño sin cumplir el cometido de liberar a los personajes de los libros y, que una vez despierta debiera difundir las historias para que más personas leyeran con la misma pasión que Juana lo hacía.

Entonces una señora con un abrigo largo de piel de dálmata soltó una fuerte y maléfica carcajada, que fue respondida con un golpe de espada de un caballero vestido de negro. Juana quiso parar aquel alboroto y anunció que cumpliría con su cometido.

Así que Juana leyó y leyó, y los personajes fueron liberados. Juana despertó la mañana del domingo y, consciente de haber salvado a los libros, y durante toda su vida se preocupó de conocer los libros y hacer entender a sus seres queridos todo lo bueno que se puede encontrar entre las páginas.

El Torrao

miércoles, febrero 20, 2008

Cuenca Cuencos

Hace mucho mucho tiempo, cuando todavía no se habían inventado las palabras, vivía un pequeño grupo de hombres primitivos en las praderas de un país que ya no existe. Sus vidas eran tranquilas, pasaban el día recogiendo leña seca para calentarse y recolectando frutos en el bosque, que les servían como alimento y también como tinte para decorar su entorno, sus ropas o sus cuerpos. Convivían en armonía sin más sobresaltos que los provocados por alguna que otra fiera que no se dejaba cazar fácilmente.

Pero llegó un día, en mitad del verano, que amaneció muy nublado, el aire se hacía pesado al respirar y se oían cantos inquietos de muchos pájaros en el bosque. Era de día pero reinaba una gran oscuridad, no llovía pero la tierra que pisaban se sentía diferente. Un pequeño grupo de valientes había salido en busca de algún venado que cazar. En ese ambiente enrarecido todos ellos avanzaban agazapados y en silencio, y con el gesto muy tenso. Se miraban entre sí con desconfianza, y el sólo crujido de las hojas aplastadas por los compañeros que caminaban alrededor resultaban extremecedores.

Entonces los grandes y rectos árboles comenzaron a retorcerse cobrando formas sinuosas entre las penumbras. Los fuertes latidos del grupo y el aliento agónico se agravaron cuando apareció en el cielo, en un claro entre los árboles, un gran dragón de enormes alas y cola afilada. Las erupciones de fuego que expulsó entre sus colmillos atemorizadores, dividieron caóticamente a los cazadores, y empezaron a correr en todas las direcciones. El más joven tropezó y quedó atrapado en el suelo bajo un tronco de árbol que le inmovilizaba las piernas. Entonces el miedo se apoderó de él y la angustia le hacía permanecer de espaldas al peligro escupe-fuego. Permanecía con los ojos cerrados pensando, tal vez, que con ese gesto se libraría del dragón. Pero recordó entonces la manera con que el chamán de su poblado ahuyentaba los malos espíritus y augurios. Así que mantuvo los ojos cerrados haciendo mucha fuerza, dio tres palmadas acompasadas y muy sonoras. Seguidamente cerró los puños con todas sus fuerzas y gritando imitó los sonidos que recordaba del chamán: UUU, OOO, AAA. Por último extendió sus brazos abriendo bien las palmas y estirando bien los dedos. Empezó, poco a poco, a despegar los párpados y, en ese nuevo despertar el sol lucía en lo alto como si hubiese estado haciéndolo toda la mañana, no había rastro del dragón que sólo hacía unos instantes había revolucionado la escena con su presencia, y en su lugar se oían las más alegres melodías de los cánticos de los pájaros. Tampoco quedó ni rastro de la rama que le atrapaba, y un grupo de venados apareció tras los riscos como si nada hubiese ocurrido allí.

Desde entonces, todos los niños del mundo libramos batallas contra nuestros miedos y, siguiendo esos sencillos pasos, logramos salir airosos de todos los contratiempos. Mientras cobramos fuerza y seguridad ante los problemas vamos cayendo en la cuenta de lo efectivo que era aquel sistema sin palabras, sólo con gestos. Comprendemos la importancia de la actitud con la que abordemos nuestras vivencias. Fin.

El Torrao.


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