miércoles, febrero 20, 2008

Cuenca Cuencos

Hace mucho mucho tiempo, cuando todavía no se habían inventado las palabras, vivía un pequeño grupo de hombres primitivos en las praderas de un país que ya no existe. Sus vidas eran tranquilas, pasaban el día recogiendo leña seca para calentarse y recolectando frutos en el bosque, que les servían como alimento y también como tinte para decorar su entorno, sus ropas o sus cuerpos. Convivían en armonía sin más sobresaltos que los provocados por alguna que otra fiera que no se dejaba cazar fácilmente.

Pero llegó un día, en mitad del verano, que amaneció muy nublado, el aire se hacía pesado al respirar y se oían cantos inquietos de muchos pájaros en el bosque. Era de día pero reinaba una gran oscuridad, no llovía pero la tierra que pisaban se sentía diferente. Un pequeño grupo de valientes había salido en busca de algún venado que cazar. En ese ambiente enrarecido todos ellos avanzaban agazapados y en silencio, y con el gesto muy tenso. Se miraban entre sí con desconfianza, y el sólo crujido de las hojas aplastadas por los compañeros que caminaban alrededor resultaban extremecedores.

Entonces los grandes y rectos árboles comenzaron a retorcerse cobrando formas sinuosas entre las penumbras. Los fuertes latidos del grupo y el aliento agónico se agravaron cuando apareció en el cielo, en un claro entre los árboles, un gran dragón de enormes alas y cola afilada. Las erupciones de fuego que expulsó entre sus colmillos atemorizadores, dividieron caóticamente a los cazadores, y empezaron a correr en todas las direcciones. El más joven tropezó y quedó atrapado en el suelo bajo un tronco de árbol que le inmovilizaba las piernas. Entonces el miedo se apoderó de él y la angustia le hacía permanecer de espaldas al peligro escupe-fuego. Permanecía con los ojos cerrados pensando, tal vez, que con ese gesto se libraría del dragón. Pero recordó entonces la manera con que el chamán de su poblado ahuyentaba los malos espíritus y augurios. Así que mantuvo los ojos cerrados haciendo mucha fuerza, dio tres palmadas acompasadas y muy sonoras. Seguidamente cerró los puños con todas sus fuerzas y gritando imitó los sonidos que recordaba del chamán: UUU, OOO, AAA. Por último extendió sus brazos abriendo bien las palmas y estirando bien los dedos. Empezó, poco a poco, a despegar los párpados y, en ese nuevo despertar el sol lucía en lo alto como si hubiese estado haciéndolo toda la mañana, no había rastro del dragón que sólo hacía unos instantes había revolucionado la escena con su presencia, y en su lugar se oían las más alegres melodías de los cánticos de los pájaros. Tampoco quedó ni rastro de la rama que le atrapaba, y un grupo de venados apareció tras los riscos como si nada hubiese ocurrido allí.

Desde entonces, todos los niños del mundo libramos batallas contra nuestros miedos y, siguiendo esos sencillos pasos, logramos salir airosos de todos los contratiempos. Mientras cobramos fuerza y seguridad ante los problemas vamos cayendo en la cuenta de lo efectivo que era aquel sistema sin palabras, sólo con gestos. Comprendemos la importancia de la actitud con la que abordemos nuestras vivencias. Fin.

El Torrao.


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