sábado, marzo 01, 2008

Sociedad abuela

La noche que mi yerno mató a mi hija yo estaba en la casa. Llevaban ya un rato de discusión, tan acalorada como otras muchas veces. Yo, como en tantas ocasiones, escuchaba la riña desde mi habitación. Se hablaban con odio y se lanzaban improperios muy crueles. Mi yerno gritaba y daba golpes a las cosas, y cuando perdía la paciencia, algunas veces la ataba hasta que ella se calmara. Entonces mi hija volvía a la carga, y yo susurraba desde el cuarto contiguo: “No le provoques, hija”, como si de alguna forma pudiese llegar a merecer lo que después le ocurriera. La situación empeoró cuando mi yerno dijo que tras años no habían tenido hijos por culpa de mi hija, y que si no podía quedarse embarazada era una mierda de mujer y no servía para nada. Mi hija dio entonces un paso más, y le confesó que había ido varias veces de visita médica y que lo que ocurría era problema de él y su fertilidad. Mi yerno se sintió tan avergonzado, tan humillado y tan hondamente herido en su masculinidad, que cogió un cuchillo de cocina que había sobre la mesa y lo hundió en el cuerpo de mi Lolita dieciséis veces. Pagó así su ira con gesto desencajado y gritando “Así aprenderás, así aprenderás”. Ahora, ocho años después de aquello, sigo en esta casa que mi difunto marido comprara hace más de cincuenta años, y tengo que vivir a temporadas con mi yerno, pues tras cumplir condena por asesinar a mi Lolita, éste sigue siendo su domicilio, el domicilio conyugal. Me llamo Conchita Pereiro, tengo ochenta y un años, y tengo una historia triste que contar.

Fui yo quien enseñó a mi Lolita a ser una buena esposa, aunque, en vez de buena, me doy cuenta de que era más bien una esposa prepararla para la sumisión. En la época en que ella y yo vivíamos con su marido, se acostumbró a recibir órdenes por ambas partes. Yo le enseñé a cocinar, a tener la casa limpia, a coser, y sobre todo, a que al marido no le faltara de nada. La gente joven puede no comprender, que era lo normal. En esa época los políticos decían que “la mujer tiene un trabajo: sus labores, y un futuro: el matrimonio”. La sociedad lo aceptaba de manera general, principalmente porque no teníamos cultura ni personalidad. Muchas veces sonaba en la radio “Es mi hombre” de Sara Montiel y ambas cantábamos al son, mi Lolita tenía una voz muy dulce. Esa canción decía “Si me pega me da igual, es natural”, y en aquel momento nadie se planteaba la barbaridad que representaba asumir tal extremo. Los anuncios se dirigían a las mujeres cuando se trataba de vender productos de limpieza, y a los hombres si se trataba de publicidad de tabaco. Si el hombre en cuestión aparecía además rodeado de mujeres y una copa de brandy, se le ascendía a la posición de "hombre de verdad". Entonces las mujeres nos reuníamos en el mercado e íbamos de tenderete en tenderete sintiendo que era territorio femenino, era nuestro feudo entre iguales a los que no había por qué agasajar ni bajar la mirada en gesto de servilismo. Los pocos hombres que hubiera serían vendedores o mozos de cajas. También era común entre las mujeres cuando había visita en casa de algún caballero, que dejáramos a los hombres a solas para que hablasen de “cosas importantes” considerando que nosotras no podíamos saber nada de nada al pasar el día entre fogones y cuerdas de tender y, si acaso, podríamos ofrecer algún tentempié. Sin embargo si la visita era de una amiga, se recibía en la cocina.

Algo de todo esto queda y veo ahora mujeres modernas que mandan a sus maridos a comprar algún ingrediente que les haga falta para cocinar, mas el marido necesita de una lista y se ve muy inseguro en un entorno sin polvo, ni humo, ni obligación de usar casco. El “hommo inútillus” ha sido siempre una comodísima posición a adoptar por parte de los hombres, pues ha sido para ellos un escaqueo legítimo y que ni siquiera han tenido que solicitar o que ganárselo, sino que se les ofrece sin más. De alguna manera nosotras lo hemos consentido y provocado, y al “mandarles” a ellos a la compra nos asumimos aún como responsables de tal tarea de la casa, tarea de todos quienes allí habitan. Se da por descontado que un hombre de verdad no sabe comprar, ni cocinar, ni hacer camas, ni mucho menos conocer el proceso por el que una camisa arrugada y maloliente se convierte en reluciente y perfumada. También ésta postura machista ha sido cómoda durante mucho tiempo para las mujeres, pues nos ha eximido de tener que trabajar fuera de casa; lo malo es que el trabajo en casa no se ha considerado nunca trabajo, así que el amo y señor de la casa siempre era el mismo, el que traía el dinero al hogar. Es más, un hombre de verdad jamás consentiría que su esposa tuviera que trabajar. Entonces nos educaban con la idea de ser princesitas mantenidas, aunque finalmente terminábamos más bien de Cenicientas. A cuántos varones, niños incluso, se les libera del simple gesto de recoger la mesa o limpiarse los zapatos. Siempre hay una abuela, o una madre o una hermana que lo haga por él. Esto sigue latiendo cuando todas estas señoras preguntan ahora a sus nietos si “ayudan” a sus mamás en las tareas. “Ayudar a sus mamás”. Sigue siendo su responsabilidad entonces...

Siempre he controlado firmemente el modo de vestir o de maquillarse de mi hija. La eduqué para que fuese una señorita respetable y digna. Entonces confundíamos la dignidad con la castidad, y yo misma me sentí feliz cuando mi Lolita me dijera en el día de su boda que había esperado a abrir “su flor” cumpliendo una promesa que años atrás yo le hiciera perjurar. Había palabras que nos daba vergüenza pronunciar, por si era pecado o algo así, como virginidad por “la flor” o sexo, palabra que siempre fue camuflada y de forma tímida decíamos “seso”. Este tema siempre se ha satanizado y las mujeres entonces vivíamos el acto como algo pecaminoso, y nos quedábamos boca arriba con los brazos parados y los ojos fijos en la imagen de la virgen que pudiese haber en la habitación. Siempre se consideró un trámite para procrear y para que el marido se desahogara, pero no como un disfrute para nosotras, eso de ninguna manera. La que podía ser sospechosa de tal disfrute, o siquiera tuviese cualquier iniciativa con los hombres, se le llamaba buscona o fresca y se le dirigían miradas condenatorias.

En definitiva, a mi hija le eduqué para entregarla a un hombre y que cuidara siempre de éste, como si de un niño grande se tratara, a cambio de poco o nada, alguna joya a lo sumo; y pagó muchas veces mis imperdonables atrevimientos con su dignidad, y al final, con su propia vida.

Lo que me parece ver ahora es que vertí en mi hija miedos absurdos, mitos injustos y tabús fundados en el pecado mortal, para no ser nada por sí misma, sino para servir, para obedecer, para anularse, para no vivir, para morir... Y mi penitencia es ahora vivir en la guarida del mismo lobo que tantas veces he adorado y a quien tantos cuidados regalaba, mientras él mordisqueaba a mi propia hija entre sus fauces.

Nota del autor: Si alguien se sintiera ofendido/a por el texto que antecede, pido disculpas y que se vuelva a leer. El Torrao.


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