martes, abril 17, 2007

Lo blanco de la luna

Miro despacio hacia el cielo y las gotas de lluvia golpean a la oscuridad de la noche. La luna sigue iluminando una parte del mar, hacia el horizonte. Y aquí estoy, sentado sobre el crujir de este mojado sillón de cuero blanco añorando el momento vivido sólo hace un rato desde otro sillón, allí arriba, en aquella ventana del hotel.

Había sido un día vacacional de esos agotadores y me encontraba junto al gran ventanal de la habitación del tercer piso. Frente a mí, longitudinalmente, se prolongaba el pequeño embarcadero. Un sinuoso camino de astillas que parecía dirigir la imaginación hacia el reflejo de la luna en el mar. Las escasas nubes que se adivinaban entonces en el cielo nocturno no conseguían opacar la brillante luz de la luna, que se empeñaba en resaltar su parte del mar más admirada, y ésta bailoteaba en alegre oleaje agradeciendo el protagonismo reconocido.

Lo blanco de la espuma en el litoral rompía el silencio absoluto de la noche en esta localidad tranquila. Pero a lo lejos se adivinaba el son de unos pasos, cuyos golpes contra el empedrado delataban su posición al otro lado de la plaza. Sentado en el sillón del hotel arrimaba la parte derecha de la cabeza hacia la ventana, queriendo concentrar mi capacidad auditiva en ese costado, pues parecía que los pasos se acercaban desde allí. No podía ver de quién se trataba porque en ese lateral de mi ventana el edificio se adelantaba hacia el mar. Habitaba en una gran L.

Los pasos se iban acercando y fui pudiendo apreciar que se trataba de una mujer. Los tacones sonaban arrítmicos contra el granito del suelo, casi torpes. Ya había oído ese andar, lo reconocí enseguida. Lo había visto por la mañana, en el muelle.

Estando en la terraza de la cafetería estaba curioseando el ambiente náutico bajo el sol. Los trajes azules de corte exquisito, los barcos a la medida del ego, el botox abundante y concordante con los complejos, el champán proveniente de barricas extranjeras, la contundente silicona en consonancia con las aspiraciones, las sonrisas carecientes de alma, etc.

En aquel ambiente refinado y cínico, donde el mar reflejaba la intensa luz del sol de Julio apareció una figura cegada entre los reflejos. La penumbra de los contrastes vislumbraba el contorno de una mujer con un vestido blanco, de esos de verano, tal vez de lino. Casi no la podía ver, no estaba lejos, pero toda esa luz alrededor de la chica me ceñía el gesto y coartaba mi curiosidad. La chica del vestido blanco parecía ajena al prototipo de mujer que había estado viendo por allí estos días.

Su piel era muy clara y se adivinaba suave en el contacto. Imaginaba desde la distancia que aquella chica de blanco no olía a perfume excesivo ni glamour extravagante, como el ambiente solicitaba, sino a vida, a frescor, a naturalidad. Escaseaban por el muelle unos zapatos como los suyos, sin tacón, de suela plana, pisando como pisan los humanos. Ella complementaba su calzado con una gracia inconformista en el andar y, casi sin doblar las rodillas, solicitaba la atención de todas las partículas del cosmos.

La misteriosa chica de blanco en el reflejo del sol, se recogió el pelo negro en la parte alta de la nuca de manera rápida, eficiente, mecanizada. Dejaba algún mechón que caía suelto, dando un toque improvisado a la perfección de las líneas de su cuello. La sombra torneaba la curva de su mandíbula, bajo la oreja, como queriendo indagar en sus secretos nunca revelados. La parte rugosa en la comisura del brazo, también aparecía sombreada y mostraba orgullosa su huella caprichosa, destinada a ser perpetuada por la genética.

Cuando se fue alejando del muelle, hacia el paseo, deleitando la atmósfera junto a un barco llamado Loreta, y dejara de pisar las tablas para encontrarse en el pavimento de la plaza, sacó de un bolso de tela y flores bordadas, unos zapatos de tacón que cambiaran su aire alegre para pasar a dar una sensación de compromiso, de seriedad forzosa. El caminar inestable que desplegaba hacia lo lejos me dibujó otra sonrisa, seducido por ver un terrícola en este reducto selenita.

Aquellos tacones repudiados y ese cadereo descoordinado se acercaba ahora en la noche atraídos por la fuerza magnética de la luna llena. Cuando estaba más cerca supe definitivamente que era ella, aún no la veía, pero esperaba verla aparecer en cualquier momento detrás de la pared del edificio. Una farola al otro lado de la calle delató una luz naranja que confesaba que la chica del vestido blanco se dirigía a un coche que no podía ver, por estar escondido tras mi propio edificio. Pero no me dio tiempo a lamentar mi suerte, porque al instante de oír el pitido de la alarma se oyó una gran explosión, y un segundo después la farola reflejó una gran llamarada que iluminó el embarcadero en competencia con la luna. Esa primera impresión me estremeció paralizado, pero lo que me levantó del sillón de la ventana de la luna, fue ver algo que volaba hacia el mar. Un bulto parabólico de color blanco cayó junto al embarcadero salpicando el reflejo de la luna en el mar. ¡Loreta!, me dije.

Salí corriendo hacia la calle, hacia el muelle, tenía que tratar de salvar a Loreta. No sé si cerré la puerta, no se si cogí las llaves, sólo corrí hacia la salida del hotel y, al traspasar el umbral de la puerta, encontré la lluvia, golpeándome la cara, como exigiendo mi intervención sensata ante tal situación.

Al zambullirme en la oscuridad húmeda traté de nadar hacia el fondo pataleando contra el peso extra que conformaban mis ropas mojadas, y consciente de ir en contra del correr del tiempo. Me movía eléctricamente mirando de un sitio a otro. Al fin vi una forma blanca, parecía estar enganchado, tal vez con unos hierros. Salí a la superficie buscando una bocanada de aire y de comprensión. Con la cabeza fuera del agua, era la lluvia quien me seguía mojando. Tomando aliento y mirando a la luna pensaba que aquello blanco en el fondo no era lo que buscaba, pero también pensaba que tal vez la angustia confundía a mis ojos. Volví a recuperar aquello de abajo fuese lo que fuese. Lo traté de desenganchar mientras seguía mirando alrededor queriendo adivinar alguna figura entre la oscuridad de las burbujas. Cuando saqué aquello del anonimato del mar, comprendí que lo que había salvado de morir ahogado era el asiento en cuero blanco del automóvil que aún humeaba en la plaza. Mis cansadas piernas, no acostumbradas a navegar, quisieron reposar allí mismo, en aquel asiento blanco rodeado de humedad, mientras exhalaba mis esperanzas entre sollozos. Me senté para mirar un momento hacia el horizonte lunar y caer en la cuenta de la realidad vivida, captada por los sentidos, que no gozaban de mi plena confianza.

Así que aquí estoy, sentado en un sillón blanco que no sé si existe, mirando a la luna y su reflejo, y esperando a que el momento se paralice eterno, o que la bruma y la marea me varen la respuesta que la luna no me da.


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miércoles, abril 11, 2007

Una vez un libro

Una vez, estando de chico en esta ruinosa casona, encontré un libro en un rincón. Ese libro, que yacía tendido tras el aparador, que se escondía del miedo bajo una espesa capa de polvo, casi peluda. Ese libro, que fue una vez encuadernado en verde tapa dura, con cierto dibujo en relieve dorado, que fue manuscrito por El Rey de las Valquirias antes de la primera Guerra. Aquel libro, que pudiera haber sido escondido por el mismo rey y durante el tiempo, sólo ha conocido el resguardo de la roca y el viento. El libro, que pudiera tratarse de una novela fantasiosa, se queda en la realidad vivida por el mundo consciente del inicio de los tiempos. Ese libro, ese que fue concebido para la esperanza, ese que fue aovado para llamar a la fraternidad entre los pueblos y entre los individuos. Ese libro, nunca leído debiera leerse sólo en tiempos de paz, y encontrara en su buena intención su propia maldición. Ese libro por leer, ese que estuvo ligado a los destinos del mundo uniendo su porvenir al de la vida, y escondiéndose aunque alentando a la muerte. Ese libro, que albergaba los secretos nunca desvelados, las claves de los tiempos futuros, ese que quedase oculto de sí mismo condenado a la contradicción de su necesidad y, a la vez, de su crueldad mezquina. Ese libro, que con la diestra alecciona y con la siniestra golpea. Ese libro nacido para morir y criado para vivir, ese con tapas verdes con dorados bajo el polvo, ese libro nunca debió ser encontrado por aquel joven, aún menos debiera haber sido siquiera abierto. Ese libro, que fue abierto y leído por aquel joven, que fue seguido con interés sin conocimiento alguno del gran peligro que se corría. Ese libro, que fuera interpretado desde la pureza y la inocencia, que cada palabra borrosa era considerada una verdad, que cada página desgastada era una alegoría virtuosa. Ese libro, descubierto por ese joven tras los tiempos, ese libro, escrito por un rey bondadoso y que encontrara en su primer lector a su alma gemela. Ese libro, que debiera perjudicar los destinos del universo, que fue arrebatado de su poder cuando un chico de alma limpia leyera sus entrañas. Ese libro, que se viera exhalado de su maldición eterna, que se encontrara liberado de su pena latente pero inconsciente. Ese libro, cuyo contenido nunca deberías leer, y que nunca debiera haber sido escrito. Ese libro, has hecho mal en leer ese libro, pues ahora los destinos del mundo dependen de ti.


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