miércoles, diciembre 15, 2010

Apagón

Ayer se fue la luz en mi edificio. La sensación de angustia recorrió mi cuerpo desde el primer momento. Estuve buscando un par de velas en la oscuridad, en esos cajones que nunca abro. Mientras las buscaba pensé en los alimentos del congelador, en mi ordenador, en la televisión...

Después de algunas horas sin luz mi pareja y yo adoptamos un estado de resignación y empezamos a bromear acerca de la primitiva situación. Finalmente, con la evidencia de que se trataba algo grave y comentar el hecho con todos los vecinos, estuvimos tratando de organizar nuestra vida sin luz para los próximos días. La frustración se instaló en mi hogar al pensar en la lavadora, en la vitro, en el móvil, el secador, la máquina de afeitar... hasta caí en la cuenta de que tendría que bajar a abrir a cualquier visita sin poder utilizar el vídeo-portero y su cómodo botón.

Todo acabó casi dos días después y, sinceramente me siento avergonzado al reconocer que no he conseguido mantener en orden mi vida debido a la falta de luz. Me he dejado una pasta innecesaria en comer fuera, ya que no podía cocinar; mi jefe me mira raro por oler como alguien que no se ha duchado últimamente; tengo unos ochenta mensajes sin leer en el correo electrónico, he tenido que tirar la mitad de la nevera y, encima he tenido que pagar una lavandería a precio de oro.

Me da la impresión de que nuestros antepasados podían vivir sin luz sencillamente porque no la tenían y si la hubieran tenido, hubiesen vivido momentos desesperados cuando se de repente se va.

Ya no quedan carros tirados por animales, ni candiles, ni máquinas de coser con un pedal que hay que mover para hacer a la máquina puntear. Lo que se nos ha enseñado es que queremos artículos que no nos exijan esfuerzo. Unos lo llaman comodidad, otros podrían llamarlo falacia cara, y en realidad luce como dejadez auto-engañosa. Osea que queremos cosas caras, inútiles y de paso, que duren poco tiempo para poder renovarlo de cuando en cuando.

Para asistir a toda esa demanda infinita lo primero que se necesita es energía. Y es fácil entender que hace ya décadas el consumo de energía se viene disparando. Para ello los gobiernos exprimen sus cerebros en busca de nuevas materias primas que quemar o alternativas aparte de la combustión de algo. Y mientras disfrutamos las últimas reservas petrolíferas del planeta, nos meten en el cerebro que tenemos que seguir consumiendo energía, y que tiene que ser además mayor que ahora. Sabemos aprovechar la energía del viento, la del sol, del mar... hasta podemos convertir nuestras huertas de hortalizas en campos de placas solares como si quisiéramos fabricar los alimentos también.

Estamos encantados de las funcionalidades del nuevo teléfono móvil, estamos acostumbrados a hacer zapping con la tele, o a ir en coche a todas partes. Eso es el bienestar, ¿no?. Resulta que es bueno para las empresas, los gobiernos, y nuestra vida en general que consumamos más y más, sin importarnos demasiado qué quedará mañana. Sobre todo porque en el futuro llegaremos a otro planeta y tendremos más energía que consumir.

Eso es lo que hemos aprendido, a consumir. Y votamos al político que promete un tren de alta velocidad para jubilar el viejo. Luego nos damos cuenta de que es mucho más caro y que consume casi diez veces más energía, pero no importa porque sigue siendo rentable.

Podemos construir pistas de esquí donde no nieva, cambiar el curso de los ríos, alterar genéticamente las plantas... podemos inventarnos lo imposible, creando y descreando a nuestro antojo.

Se nos ha dicho que es más cómodo usar el avión, y no sólo para largas distancias; queremos que al hacer la compra nos den los productos en bandejitas y que nos den una bolsa en todas las tiendas. ¿Por qué? Es evidente: por comodidad. Esa nuestra adicción

Y es que al final, económicamente vale la pena consumir más y más. Así se activa la economía, nos dicen; sube la bolsa, hay menos paro, más dinero y más bienestar, por su puesto. Ciertamente es que sí vale la pena exprimir los recursos del planeta porque cuanto más lo consumimos más ricos somos y vivimos mejor.

De modo que quemémoslo todo, que no quede ni un bosque, ni un pájaro. Llenemos el subsuelo de basura, de residuos radioactivos; acabemos con el aire de una vez hasta que no se pueda respirar. No pasa nada, el planeta es nuestro, y no al revés, y hacemos lo que queremos con él.

Así que dejemos de caminar, de mover los músculos, de cuidar lo que tenemos... de perder el tiempo en pensar en nuestros descendientes. Pues ¿para qué querrían nuestros bisnietos un planeta como este si les podemos dejar dinero suficiente para comprar nuestro propio sistemas solar?

Intuyo que todo el mundo estará de acuerdo conmigo, porque si alguien planteara lo contrario y quisiera que dejemos de explotar el planeta, ¿quién le escucharía?, ¿quién le apoyaría?, en definitiva ¿quién haría dinero? Nadie.

Mientras extinguimos todo, mi pareja y yo hemos encargado un kit para elaborar velas y esperemos acontecimientos sentados cómodamente.

El Torrao.

jueves, diciembre 09, 2010

El sueño de Juana

Juana había pasado todo aquel sábado haciendo lo que más le gustaba hacer:leer. Había invertido el tiempo recorriendo líneas frenéticamente con sus ojos y su imaginación, adentrándose en todos aquellos mundos fantásticos y personajes ficticios que se hacían reales en su mente.

Cuando se fue a la cama, le costó conciliar el sueño ya que estaba muy inquieta por seguir leyendo y saber cómo se iban a suceder los acontecimientos e imaginaba distintos desenlaces posiblemente más atractivos que los originales.

Al quedarse dormida, contempló en sueños que se encontraba en un país lejano, en una ciudad distinta a la suya. Subió los pocos peldaños de las escaleras que conducían a la entrada principal de una gran mansión de estilo victoriano que allí había. Al cruzar el umbral de la puerta pudo descubrir que aquel edificio se trataba en realidad de una grandiosa y fabulosa biblioteca. Había enormes estanterías que se elevaban hacia una gran cúpula. Era tal el tamaño de todo aquello que había escaleras de caracol que conducían a las distintas alturas.

Juana, empujada por su espíritu aventurero, se dispuso enseguida a recorrer las alturas y mantenerse ajena a los peligros de aquellas tablas viejas que pisaba. Comenzó entonces a leer, a su manera frenética y leyó y leyó hasta perder la noción del tiempo. Su corazón latía fuerte con cada giro argumental y se inquietaba más y más con la tensión que muchos autores introducían en sus historias.

Juana disfrutaba sosteniendo aquellos libros de encuadernación antigua, y disfrutando aquel olor maravilloso que desprendían. Pasó tanto tiempo ensimismada en la lectura que no percibió la presencia de ciertas personas que le observaban en la sala.

Se trataba de cuatro personajes que parecían extraídos de los libros: un señor inglés con cierta prisa por culminar un viaje alrededor del mundo; un extraño ser con apariencia infantil que declaraba ser el portador del anillo; una mujer vestida con una gran letra “A” bordada en su camisola; y una niñera cantarina con un extraño bolso del que podía sacar cualquier cosa.

Cuando Juana divisó desde las alturas aquel extravagante grupo de personajes se asustó en primera instancia. Después cayó en la cuenta de que se trataba de personajes que reconocía de los libros que había leído en esa biblioteca única.

Siguió leyendo y leyendo y nuevos personajes iban haciendo acto de presencia en la sala. Cuando pasó un tiempo Juana estaba muy emocionada, pero también muy cansada y se desanimó un poco al saber que le quedaban cientos, miles de libros por leer en aquella biblioteca antes de ver aparecer a todos los personajes que tenían que aparecer. Pensó que era el momento de hablar con aquella gente para saber qué estaba pasando allí.

Un inspector inglés que fumaba en pipa le explicó que efectivamente, eran los personajes de los libros que leía. Y que ella era la única en ese tiempo que leía queriendo leer, que era Juana la única lectora capaz de entender y dar sentido a las historias de los autores. Un hombre de hojalata le dijo también que no podría despertar de su sueño sin cumplir el cometido de liberar a los personajes de los libros y, que una vez despierta debiera difundir las historias para que más personas leyeran con la misma pasión que Juana lo hacía.

Entonces una señora con un abrigo largo de piel de dálmata soltó una fuerte y maléfica carcajada, que fue respondida con un golpe de espada de un caballero vestido de negro. Juana quiso parar aquel alboroto y anunció que cumpliría con su cometido.

Así que Juana leyó y leyó, y los personajes fueron liberados. Juana despertó la mañana del domingo y, consciente de haber salvado a los libros, y durante toda su vida se preocupó de conocer los libros y hacer entender a sus seres queridos todo lo bueno que se puede encontrar entre las páginas.

El Torrao